20090113

Homenajes a Paco Urondo, Miguel Briante, Rodolfo Walsh y Osvaldo Soriano.

PACO URONDO (10/01/1930 - 17/06/1976)

La verdad es la única realidad

Del otro lado de la reja está la realidad, de
este lado de la reja también está
la realidad; la única irreal
es la reja; la libertad es real aunque no se sabe bien
si pertenece al mundo de los vivos, al
mundo de los muertos, al mundo de las
fantasías o al mundo de la vigilia, al de la explotación o
de la producción.
Los sueños, sueños son; los recuerdos, aquel
cuerpo, ese vaso de vino, el amor y
las flaquezas del amor, por supuesto, forman
parte de la realidad; un disparo en
la noche, en la frente de estos hermanos, de estos hijos, aquellos
gritos irreales de dolor real de los torturados en
el ángelus eterno y siniestro en una brigada de policía
cualquiera
son parte de la memoria, no suponen necesariamente
el presente, pero pertenecen a la realidad. La única aparente
es la reja cuadriculando el cielo, el canto
perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz
fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo inmenso
cubriendo la Patagonia
porque las masacres, las redenciones, pertenecen a la realidad, como
la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia
estival: son la realidad, como el coraje y la convalecencia
del miedo, ese aire que se resiste a volver después del peligro
como los designios de todo un pueblo que marcha
hacia la victoria
o hacia la muerte, que tropieza, que aprende a defenderse,
a rescatar lo suyo, su
realidad.
Aunque parezca a veces una mentira, la única
mentira no es siquiera la traición, es
simplemente una reja que no pertenece a la realidad.
Cárcel de Villa Devoto, abril de 1973



MIGUEL BRIANTE (19/05/1944 - 25/01/1995)

a Jorge Cedrón

No había esperanzas: lo dijo mi abuela, mientras comíamos. Mi tío se limitó a mover la cabeza, en un gesto ambiguo, casi torpe. El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato, en un sollozo de mi tía. Intentó disimularlo con otro ruido semejante, que salió de su nariz; hasta usó el pañuelo. Pero fue inútil: yo advertí que luchaba por no llevárselo a los ojos. En ese momento hubiera necesitado saber qué pensaban. En el patio, de pronto, las escenas volvieron, una a una, mientras mi tío, al pasar, me acariciaba. Traté de apartarlas, retrocediendo hasta el lugar donde se amontonaba mi rabia. Sobre todo, me enfurecía que no se animaran a decírmelo, y anduvieran con palabras o gestos raros, como cuando jugaban a las barajas. Tu papá –había dicho la abuela– está muy mal. Pero nada más. Nadie me decía por qué ahora pasaba todo el tiempo con ellos. O por qué a cada rato volvían las escenas: papá que tardaba en llegar; mamá, diciéndome: Vamos a buscar a tu padre. Pero no, no era así. Dijo: Anda a buscar a tu padre. Era la una de la tarde, en verano. Nadie, por la calle. El pueblo, a esa hora, estaba siempre quieto: seguía así hasta las cuatro. Antes, estaba ese pequeño mundo de la siesta: la payana en el umbral del negocio, los viajes en el carro de Don Juan, o las charlas en el vagón del ferrocarril sobre la vía muerta. Caminé dos cuadras: en el bar, tras la vidriera, vi a papá, tumbado sobre una mesa. Entré. Papá –dije–, vamos. Le toqué el hombro. Más allá de la mesa, no había nadie. El dueño quería cerrar. Llevátelo de una vez, estaba diciendo, con la mirada. Vamos, repetí. Entonces, papá levantó la cabeza. Nunca supe cómo, por qué, pero en los ojos había algo, una especie de señal, o de aviso. Miraban con una intensidad distinta, tan distinta que yo sentí miedo. No –dijo con voz decidida, una voz que nunca usaba al hablarme–, no, dejame, no voy. Y me rechazaba con la mano, con los mismos ojos que volvían a ocultarse, mientras se derrumbaba sobre la mesa, hundiendo la cara entre las manos.

–Qué tenés –me preguntaron–, nene, qué tenés. Había vuelto a entrar en la cocina: lavaban los platos. Tuve ganas de contarles todo: sentí que enrojecía rápidamente, que estaba a punto de llorar. Salí: caminaba hacia la quinta, mientras recordaba cómo, después de haber sacudido una vez más a papá, éste había repetido que lo dejara, mientras Don Pedro decía, saliendo de atrás del mostrador: Está bien, Vicente, es hora de comer, hacele caso al pibe, andate. Y eso también me había dado rabia: que ese hombre le volviera a decir Vicente andate, y lo agarrara por los hombros, como mamá hacía conmigo, y lo arrastrara hasta la puerta. Rabia, que papá no se parara solo y le dijera que se iba porque quería, que no necesitaban arrastrarlo. Pero sólo murmuraba palabras incomprensibles. Después, papá, se dejó resbalar hasta el suelo, apretando la espalda contra la pared. Y yo sentí un dolor extraño, en algún lugar de mi cuerpo. Pero no el mismo dolor de siempre, no esa especie de vergüenza que soportaba todos los mediodía, cuando lo ayudaba a volver a casa. Lo demás –el pueblo, la gente en la ventana– no existía, se iba borrando hasta quedar nada más que yo, ahí, sobre papá, que era un ovillo desarmado, en el suelo. Tenía miedo y buscaba, sin saber por qué, sus ojos.


RODOLFO WALSH (09/01/1927 - 25/03/1977)

CARTA ABIERTA DE RODOLFO WALSH A LA JUNTA MILITAR

1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.
El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades.
El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron.
Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo.
Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivtas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.
2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror.
Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.
Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados.
De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda un ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras.
La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.

Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.
3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga.
Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras.
Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos.
Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia,incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam.
El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos.
Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y Ios partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento.
Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor.
El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno.
4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.
Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia.
Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron.
Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora.
En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces dc atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre "violencias de distintos signos" ni el árbitro justo entre "dos terrorismos", sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte.
La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Boliva y Uruguay.
La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas.
Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de "Prensa Libre" Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales.
A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: "La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal".
5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales.
Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisioncs internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9% prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.
Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares. Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la "racionalización".
Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subtérráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo , el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe.
Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar "el país", han sido ustedes más afortutunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia.
Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentina donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar.
6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S.Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete.
Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: "Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos".
El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el "festín de los corruptos".
Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideologia que amenaza al ser nacional.
Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas.
Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.
Rodolfo Walsh. - C.I. 2845022
Buenos Aires, 24 de marzo de 1977.

OSVALDO SORIANO (06/01/1973 - 29/01/1997)


Fragmento de "El ojo de la patria", de Osvaldo Soriano, 1992, Editorial Sudamericana

[...]
Se viene un milagro dijo el cura y a Carré le pareció que escupía en un pañuelo. Prepare la valija y espere las instrucciones.
Iba a preguntarle de qué se trataba pero el cura se alejó tosiendo. Carré se levantó y salió despacio.
[...]
...A las cuatro de la mañana lo despertó el teléfono mientras la lluvia golpeaba contra la ventana...Levantó el tubo y gritó unos cuantos insultos, exaltado por el miedo y la borrachera. Ya iba a colgar cuando oyó la voz del cura, quebrada por los ruidos de la tormenta.
Terminado, Carré. Muerto. ¿Me oyó? Queme todo y desaparezca que ya pasan a buscar el cadáver.
Cap. 2
La mañana del funeral fue gris y destemplada. Carré llevaba un sobretodo viejo y un sombrero de fieltro para protegerse de la nieve. Desde su escondite alcanzaba a ver el montículo de tierra húmeda y la cruz de madera ordinaria. Entre los cuatro desconocidos que rodeaban el ataúd había una rubia vestida de negro. Un cura regordete masticaba chicle y rezaba en latín. Los otros dos llevaban trajes oscuros y el más alto sostenía un paraguas tan grande que los cobijaba a todos. De vez en cuando la mujer se apartaba el velo para estornudar y sonarse la nariz. El cura calzaba galochas y se envolvía con una bufanda negra. Mientras decía la plegaria sacudía una polvareda de incienso que la brisa se llevaba hacia la arboleda cercana. El mas petiso, que tenía el pantalón enchastrado hasta las rodillas, sostenía una corona de flores como si fuera un maletín. La rubia, que había seguido la ceremonia con la solemnidad de un coronel de infantería, hizo una señal con la mano en la que apretujaba el pañuelo. Al rato, arrastrando cuerdas y palas, aparecieron dos sepultureros que venían de escuchar a los chicos que cantaban frente a la tumba de Jim Morrison.
Mientras bajaban el ataúd, Carré no consiguió disimular su tristeza. Se dijo que al menos podrían haber contratado a las lloronas del barrio para mostrarle un poco de afecto. Su entierro era tan insignificante y desgraciado como el de Oscar Wilde, que tenía una estatua desnuda y tiesa al fondo del sendero. Por lo menos al escritor lo había acompañado un perro callejero y los confidenciales británicos le sembraron un cantero de petunias que utilizaban para entregar sus mensajes a los enlaces de la Security.
Al ver que los peones echaban las primeras paladas de tierra, Carré sintió un desfallecimiento y tuvo que apoyarse en el ala de un querubín para no perder la compostura. Ni siquiera advirtió que su sombrero rodaba por el suelo y abría un delgado surco sobre la nieve. Parado allí, con el corazón apretujado, sin saber lo que haría al volver a la calle, se preguntó quién ocuparía su lugar. Quizá habían puesto un montón de piedras o el cuerpo de un perro reventado por el frío, como solían hacer los polacos y los búlgaros.
La noche anterior, después de atender el llamado, se metió en el bolsillo la pistola y el libro de la Princesa Rusa y se precipitó escaleras abajo para esconderse en el bar de la Gare du Nord. No percibió ninguna señal de Pavarotti. Al amanecer, para estar seguro de que ya no lo seguía, se acercó a su casa y encontró la puerta del edificio abierta de par en par. A la entrada alguien había colocado una ofrenda de flores, un horario de inhumación en el cementerio del Pere Lachaise y una urna para dejar las condolencias. Como no estaba seguro de que alguien le llevara el pésame, Carré tomó una tarjeta en blanco, escribió un nombre de mujer y la echó en la urna. Más tarde, mientras esperaba el ómnibus, sintió la irresistible tentación de asistir a su propio entierro. Todavía no podía hacerse a la idea de que estaba fuera de la vida, de que tendría que penar para siempre como un espectro de carne y hueso al que nadie puede ver.
Pensó en lo que diría su padre si pudiera verlo. Recordaba una pesadilla que había tenido en la cárcel de Alemania: se perdía en un bosque y corría a tontas y a locas hasta que caía en un pozo lleno de arañas y murciélagos. Gritaba aterrorizado llamando a su padre que pagaba las cuentas de la vida en una ventanilla donde hacían cola decenas de hombres y mujeres sin cara. Entonces el padre se acercaba y le ponía la mano sobre la cabeza. Todavía sentía la dulzura de la mano. Casi no conoció a su padre pero lo imaginaba por la foto en blanco y negro que su madre le había dejado en la pieza. Muchas veces se preguntaba cómo había sido aquel hombre cuando tenía su edad y llegó a la conclusión de que pasó sin contar para nadie, sin dejar huellas en el camino. En la foto aparecía como de treinta y cinco años, bien afeitado, con una corbata de nudo intemporal, peinado de época antes de que se llevara el corte de los yuppies. Era un hombre que no llamaba la atención. Tal vez se conformaba con tener al día los expedientes de Vialidad y llevar el sueldo a casa. Pero, ¿con qué soñaba? ¿Deseaba a otra mujer? ¿Tenía enemigos? ¿De qué cuadro era? Durante los años en Buenos Aires Carré sintió la vida como un espacio vacío. Tenía algún conocido pero no amigos de verdad. Le enseñaron a amar confusamente a la patria, pero nunca soñó con representarla en un país lejano. Pronto asumió su infortunio con las mujeres y de tanto en tanto iba a buscar consuelo en los alrededores de Constitución. A veces sospechaba que también su padre había acudido a esos hoteles baratos para olvidarse de algo. ¿Pero de qué? No estaba seguro de que lo hubiera hecho feliz ver a su hijo trabajando de espía en París. Aunque sin duda las medallas lo colmarían de orgullo si hubiera podido verlas.
Miró a su alrededor y no vio más que al cura y los falsos deudos que se persignaban frente a la tumba. La rubia recogió con elegancia el vestido que le llegaba a los tobillos y abrió la marcha por el sendero de lajas. Tenía los tobillos bien formados y un gran agujero en la media derecha. El hombre alto fue tras ella y la cubrió con el paraguas mientras el cura aplastaba el chicle sobre una tumba vecina. Carré recogió el sombrero, lo limpió con la manga del sobretodo y lo que vio entonces no iba a olvidarlo jamás. El cura volvió sobre sus pasos, se arremangó la sotana y a favor del viento y la nevisca se puso a mear muy orondo sobre la tumba recién cerrada. Carré se mordió el puño, ciego de furia, y trató de grabarse los rasgos del meador solitario. ¿No lo había cruzado antes en el Refugio o en la fugacidad de una cita clandestina? ¿O se parecía a uno de los tantos desconocidos que le pasaban mensajes para otros desconocidos? Lo vio partir tosiendo, rascándose la cabeza por debajo de la gorra, y alcanzó a registrar que el pelo era negro y lo llevaba bien cortado.
Salió del escondite arrastrando la pierna agarrotada por las várices. Apretaba en el bolsillo el libro de la Princesa Rusa y no pudo contener un gesto de asombro. Su nombre completo estaba grabado en la cruz, como si fuese el de un tipo cualquiera, de esos que tienen familia y un domicilio conocido. Sacudido por la sorpresa, sólo atinó a quitarse respetuosamente el sombrero y a levantar la corona caída en el barro.
No prestaba atención a las voces que cantaban los versos de Morrison. Pensó en arrancar la cruz que delataba su identidad pero comprendió que sería inútil ya que el mensaje estaba dirigido a la red y a nadie más le importaba su existencia. Pero, ¿por qué El Pampero había decidido matarlo así? ¿Por qué no lo habían liquidado de verdad como hacían los ingleses que empujaban a los suyos bajo las ruedas del subte, o los alemanes que aparecían flotando en el Sena después de una noche de juerga? ¿Lo consideraban tan insignificante que ni siquiera merecía que le dispararan una bala en la nuca? Acomodó la corona y se dijo que lo mejor sería esconderse en alguna parte y esperar nuevas instrucciones. Después de todo, el Jefe le había dicho que él sería el ojo de la patria en las puertas del infierno. Quizás esa noche en el Refugio alguien sentiría un poco de pena por él, aunque no estaba seguro. Cerca, dos viejos limpiaban un cantero y arrojaban flores marchitas en el cesto de la basura. Antes de irse Carré se agachó a despegar el chicle con las marcas de los dientes del cura. Lo envolvió en el pañuelo y juró sobre su propia tumba que no iba a descansar hasta encontrar al hombre que había profanado su última morada.

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